jueves, 24 de diciembre de 2009

EL PALINKAZO DE LA MUERTE (II)


Caminamos envueltos en la noche con la sola compañía de aquel débil candil y el azote constante de los lobos en su particular cruzada contra una luna inexistente. Por fin, llegamos a lo que aquel hombre llamaba “mi habitáculo personal”  y que resultó ser una cabaña de madera no tan sucia y maloliente como cabría esperar. A ello contribuía considerablemente que el olor a café era más fuerte que ningún otro y que el amable tresillo roído que me ofrecía el señor Dimitrescu resultaba mucho más tentador que el frío acero de los bancos de la estación.

Por primera vez pude fijarme en la extraña figura que formaba mi interlocutor. Sus cejas canosas y superpobladas contrastaban con una notable falta de pelo desde la frente hasta la coronilla, circunstancia agravada por una frágil melena blanca que le caía suavemente sobre los hombros. Las profundas arrugas que exhibía su rostro marcaban aún más un color de piel inusualmente enrojecido, como si fuera un borrachín incorregible o bien un individuo de sanas costumbres, no supe descifrarlo en aquel momento. Su atuendo estaba compuesto por un traje oscuro de color indeterminado e inevitablemente raído por el tiempo y un gorro de lana marrón que colgó cuidadosamente en un armario nada más llegar a su caseta. Sin embargo, nada de esto tenía la menor importancia si lo comparamos con sus penetrantes ojos verdes. Durante unos minutos estuve observando su mirada y fui testigo de cómo en, al menos tres ocasiones, sus globos oculares se expandieron como si quisieran salirse de sus cuencas y, de paso, llevarme a mi con ellos. No obstante, pasados unos segundos, sus brillantes ojos verdes retornaban a su posición natural, como si nada hubiera pasado.   

Una vez sentados cada uno a un extremo de un mesita de madera y con las tazas humeantes de café cómodamente instaladas en nuestras pituitarias, comencé lo que, aunque está mal que yo lo diga, fue interrogatorio sagaz, conciso e ilustrado sobre el pueblo moldavo y sus vicisitudes históricas. Así fue como me enteré de que, en realidad, el pueblo moldavo y el rumano son patas de un mismo banco, un banco roto por las guerras y el ansia de dominación de los naciones adyacentes, principalmente rusos, húngaros y germanos. Gracias a él comprendí que por las venas de aquel pueblo corre sangre ardiente y valerosa capaz de expulsar al Gran Turco de sus frondosas tierras, y que no en vano fue Stephan cel Mare, príncipe moldavo, nombrado por el Papa Campeón de los Cristianos. Un título ganado a pulso gracias a su férrea labor de contención fronteriza frente al siempre correoso Reino de Turquía. También tuve acceso de primera mano al eterno conflicto de los moldavos, un pueblo que ha visto su tierra colonizada por soldados rusos jubilados y que sigue siendo, aún a pesar de su frágil independencia, el patio trasero de una Rusia imperialista. Hasta el vino moldavo, famoso en el mundo entero por su calidad y sabor indiscutibles, es considerado “el vino de los zares”. Pronunció aquellas últimas palabras como si se las hubiera escupido a la cara a un sargento de Húsares. Sin embargo, no había nadie más en aquella mesa y no sé si porque me sentía demasiado a gusto en la compañía del señor Dimitrescu o por que mi entendimiento se empezaba a nublar por la falta de sueño, pero el caso es que decidí aventurarme con una pregunta, que, vista en la distancia, tal vez podría ser considerada impertinente.

- Señor Dimitrescu, es cierto que ustedes consiguieron expulsar a los turcos de sus tierras pero… ¿expulsaron al turco que habita en el interior de cada moldavo?

Por un instante, observé cómo refulgía su mirada en un éxtasis momentáneo de furia y rencor hacia mi persona, pero esta incómoda situación duró apenas unos instantes y enseguida cambió su actitud para preguntarme burlón.

- Lo mismo le pasa a ustedes con los judíos, ¿no es cierto?

No tuve por menos que darle la razón pues el porcentaje de raza judía que pervive, a pesar de todas la expulsiones, en los españoles es tan difícil de determinar que la cuestión sólo puede resolverse con una afirmación maximalista: o lo somos todos o no lo somos ninguno, y yo soy más bien partidario de lo primero.  Sin embargo, estas apreciaciones por mi parte, lejos de lograr concretar la conversación, sirvieron para que aquel buen hombre adoptara un tono cada vez más enigmático y meditabundo.

- Hay hombres que son hombres y otros que son…

- ¿Mujeres?, dije tontamente.

Me volvió a taladrar con la mirada esta vez con más furibunda intensidad. Aún así continuó con sus vaguedades.

- Me refiero a que, al fin y al cabo, todos somos hombres. Raza, religión, territorio… esos son meros accidentes geográficos. Lo importante es lo que se lleva aquí, dijo dándose un sonoro golpe en el pecho. Eso no se puede falsificar ni vender por mucho que uno quiera. ¿Vender el alma al diablo? Já, ojala viniera el mismísimo maligno a comprarme eso que llaman “intangible”, se la vendería de buen gusto…, pero eso sólo sucede en los cuentos.

Ciertamente, la perspectiva de una visita de Satán en aquella noche moldava de lobos aulladores me alteró el sistema nervioso hasta el punto de que mis piernas comenzaron, por su cuenta y riesgo, un ligero bailoteo que infructuosamente traté de ocultar a los ojos de mi intrigante anfitrión. 

(Continuará)

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