martes, 29 de diciembre de 2009

EL PALINKAZO DE LA MUERTE (III)




- Ve lo que le digo, algunos hombres cuando se ponen nerviosos por algo mueven las piernas descontroladamente, como hace usted ahora mismo. Otros se mesan con insistencia los cabellos y los hay, incluso, que miran fijamente a su interlocutor hasta conseguir sus objetivos. Pero eso no es lo importante, lo único importante es saber si un hombre sabrá hacerle frente a las dificultades, si tendrá agallas para soportar esa sentencia de muerte que llaman “futuro” con las armas de su más inmediato presente.

Aunque intuía que el señor Dimitrescu quería llegar a alguna parte con su discurso no era capaz de saber hacia dónde. Así que opté por cambiar mis habituales preguntas por un silencio expectante.      

- Las únicas armas de las que dispone un hombre son el vino y las mujeres. Y como no veo aquí ninguna fémina que nos haga más agradable, e infernal no lo olvide nunca, la vida, creo que es el momento para darle a probar el brebaje alcohólico favorito de los moldavos, el famoso palinca. Un potente orujo extraído de la fruta privilegiada que crece en nuestros campos.

Por una vez, creí tenerlo todo muy claro respecto a sus amables atenciones. Rechazaría con elegancia su ofrecimiento ya que, a diferencia de la mayoría de mis compatriotas, el alcohol no entra ni entre mis gustos ni entre mis vicios, si es que ambas cosas no son caras de la misma moneda. Pero aquel hombre, una vez más, pareció adelantarse a mis palabras.

- ¿No quiere usted probar el palinca? ¿El licor destilado por generaciones y generaciones de moldavos humildes y artesanos hasta perfeccionar su fórmula y condensarla en esta apreciada botella? ¿Usted? ¿Usted que presume, a buena fe y sin falsos disimulos, de ser un caballero español como Dios manda? ¿Se imagina que pensará su buen amigo Juan Romero, conocido por su nombre de pila en toda taberna que se precie de serlo, cuando se entere de su fatal desprecio a los encantos del licor moldavo?

Como si fuera una escena sacada de un sueño recurrente largamente olvidado, la imagen nítida de mi buen amigo Juan Romero apareció repentinamente en el teatro oculto de mi cerebro. En ella Juan me trataba a patadas y me profería  insultos a cual más humillante. Y cada vez que yo le preguntaba el porqué de su injustificable conducta, el bueno de Juan contestaba inflexible: “por patán y por no haber probado el Palincazo de la Muerte”.

Cuando logré despertar de esa terrible pesadilla me encontré con que la intensa mirada del señor Dimitrescu y su mano enorme me alcanzaban un pequeño vaso con un líquido blanco y vagamente viscoso. En ese momento, decidí reunir todo el aplomo y la gallardía que mi condición de noble ibérico me confería y terminar de una vez por todas con el asunto del palinca. Vacié de un trago el contenido de aquel vaso.

A partir de aquí mis recuerdos se vuelven confusos e inconexos. Entre brumas alcohólicas soy capaz de distinguir la inconfundible risa entrecortada de Dimitrescu y su firme disposición a rellenarme el vaso de palinca cuantas veces fuera necesario. Perdí la cuenta de los vasos que tomé en aquella aciaga noche moldava y también, como se suele decir vulgarmente, perdí todos los papeles. Para empezar, cambié mi hasta entonces rígido discurso socrático por una intensa perorata sentimental sobre mi vida que fui incapaz de controlar. 

Le hablé a Dimitrescu de la herida más profunda por la que sangraba mi corazón doliente. Le hablé a Dimitrescu, largo y tendido y sin venir a cuento, de las tardes perdidas en la ventana de mi casa paterna en Toledo esperando contemplar el paso fugaz de Doña Rosita, ese ser angelical que me poseía cada noche sin ella saberlo. Esa joven que encarnaba todo lo que un tierno y laborioso hidalgo como yo podría desear y a la que nunca pude dirigir ni una sola palabra por puro miedo. Le conté al viejo Dimitrescu que en algunas noches solitarias el remordimiento me carcomía unas veces por dentro y otras por fuera.

¿Porqué no me decidí a hablarla? La pregunta resonaba cruel en mis oídos, ¿por qué? ¿por qué?, y siempre obtenía la misma respuesta: porque el mismísimo pavor atenazaba mis músculos nada más hacer ella acto de presencia en cualquier calle, plaza o iglesia; porque de sólo pensar que iba a intercambiar alguna palabra de cortesía con Doña Rosita se resquebrajaba algo en mi interior que me tornaba súbitamente pazguato e inseguro; porque, deliberadamente, nunca quise que la sombra del fracaso empañara el sueño idealizado de la tarde campestre en la que, por fin, le pediría matrimonio y ella caería rendida a mis pies. Doña Rosita, dulce y piadosa, pícara y recatada, sumisa e inteligente, bella e inalcanzable. 

Musité esta última palabra casi para mis adentros, pero comprendí por la mirada sarcástica del viejo Jefe de Estación que lo había entendido todo. Fue entonces cuando la llama del odio prendió en mi interior. 

¿Quién era aquel anciano para mancillar, siquiera con una sus tétricas miradas, el honor incólume de Doña Rosita? En un movimiento ágil y preciso, del que no sabía que era capaz, agarré al viejo Dimitrescu por el cuello con la intención de no soltarle nunca más.

- Déjese ya de sucios tejemanejes y dígame de una vez quién es usted y porqué me ha traído a este lugar. Usted me está ocultando algo desde el principio y ya es hora de que muestre sus cartas…

Pero, lejos de alterarse, el anciano reincidió en una de sus carcajadas burlonas como si el hecho de que le estuviera intentando estrangular no alterara el estado de sus nervios lo más mínimo. En ese instante supe que estaba perdido. Nunca saldría de aquel habitáculo impreciso y jamás volvería a ver a Doña Rosita quien, probablemente, acabaría esposándose con mi amigo del alma Juan Romero. Mecido por estos pensamientos y por el eco de la marcha nupcial en la catedral de Toledo, terminé por desplomarme en el tresillo y sumirme en el más profundo de los sueños profundos. 

(Continuará)

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