lunes, 25 de enero de 2010

EL PALINKAZO DE LA MUERTE (V)



El viejo hizo entonces una pausa y yo, sin poder abrir los ojos, comencé a escuchar una dulce melodía matizada por un coro melancólico de voces femeninas. El viejo Dimitrescu reanudó la conversación con un tono sedante. 

 - Si ya tiene cerrados los ojos podrá ver la siguiente escena. Usted, Doña Rosita y una verde pradera salpicada por pequeños lagos. Tienen los pies descalzos, cuidadosamente resguardados en un mantel blanco con bordados geométricos de color rojo. Hay una cesta, ¡pero qué prodigio de cesta!, de mimbre como no podía ser de otra forma. Luego aparecen las manos de ella, siempre sus manos, pálidas y sorprendentemente ágiles, sacando una a una las viandas, el vino espumoso, las galletitas saladas envueltas en queso, el aperitivo perfecto, piensa usted, ver como tiembla su cuerpo con las emociones…

Confieso que me dejé llevar por las palabras del viejo Dimitrescu, haciéndolas mías una a una. Reconozco que pude saborear lentamente cada sílaba porque sabía que detrás de ellas venía el fresco murmullo del viento entre las hojas, la suave caída del vestido blanco sobre su espalda, el eco de la risa tonta que dio al traste con el incómodo silencio de los primeros compases… Fue en ese instante cuando comprendí que debía hacer las paces conmigo mismo, ciertamente había sido un tímido incorregible que nunca osó dirigirle la palabra a su mujer amada pero no es menos cierto que tuve el privilegio de amar, si quiera en sueños, y eso es más de lo que muchos podrían desear. Entendí que el abominable secreto del pueblo moldavo era, al mismo tiempo, una prueba irrefutable de su corazón atormentado y palpitante. Una vez que supe que era del todo imposible llevar a cabo mis planes de casarme con Doña Rosita y fundar una familia pude entonces abrazar en toda su extensión mi destino como pasto del Palincazo de la Muerte, carne de cañón, sí, mas como dijera el más grande de los poetas de mi noble y retorcida tierra, carne de cañón enamorada, caldo de cultivo de las cogorzas amnésicas de los moldavos, el precio a pagar por unas fronteras ficticias que hace tiempo que ya no engañan a nadie. 

Cuando por fin pude abrir los ojos contemplé horrorizado el cuerpo disecado de mi amigo del alma Juan Romero que yacía en una posición parecida a la mía. Por un momento, todo parecía encajar.

- Ahí lo tiene, su querido Juan Romero. Él también sucumbió a los placeres del Palicazo de la Muerte y, casi no hace falta decirlo, fue un hueso mucho más fácil de roer, aunque, sin su locuacidad nunca habríamos dado con usted…

- No hace falta que lo diga, no soy tan tonto, sé que fue usted el que se hizo pasar por el misterioso Lord inglés y que todo fue una treta para atraerme hasta aquí. Acabar disecado como el pobre Juan, ¡eso es lo que me espera!

- Ciertamente, mentiría si le dijera que su final es distinto al que usted acaba de referirse. Sin embargo, nosotros, los moldavos, también somos susceptibles al progreso y sus prácticas, y por ese motivo, en vez de seguir las costumbres ancestrales que determinan que el reo debe ser empalado asegurándole una agonía mínima de 48 horas, hemos introducido un cambio drástico a la hora de procurar la muerte a nuestros novios no correspondidos y ahora le garantizamos una progresiva y letal dosis de Palincazo de la Muerte que hará que su entrada en las tinieblas se convierta en un placentero paseo hacia ninguna parte.

Me hubiera gustado abrir la boca para agradecerle esta última deferencia al señor Dimitrescu pero estaba muy ocupado pensando en Doña Rosita, pensando la manera en que supiera que mis últimos pensamientos fueron para ella. Lo cual me deja completamente en sus manos. Si alguna vez tienen la fortuna de pasar por Toledo o sus alrededores y, por casualidad, se cruzan con un ser angelical llamado Doña Rosita, díganle…, bueno, mejor no le digan nada. 

No hay comentarios:

Publicar un comentario